He encontrado la frase en un libro que me hace compañía mientras me recupero de una herida que me traje puesta de Israel. Ahora, mi muslo izquierdo es un lienzo que me recuerda todos los días la impunidad con la que un policía de fronteras israelí me disparó una bomba de gas 0.2.

Se ve que le caí antipática. O que no le gustaban mis piernas, ni mi acreditación de periodista. De eso, hace ya casi dos semanas y yo sigo en una clínica de Barcelona. Hoy, me pregunto si el sujeto en cuestión se fue de copichuelas después de una buena ducha: el gas hace llorar.

Él y sus colegas ganaron algunos puntos ese día: un periodista japonés herido en la mano –tocado– y un palestino con un impacto de bala en el cráneo –tocado y hundido– se añadían a mi pierna.

Mientras la atención se centra en Gaza y en la difícil lucha contra el terror, el ejército israelí se dedica también a jugar fuerte en Cisjordania. Allí, no cesan el expolio de tierras de propiedad privada palestina ni las detenciones a medianoche.

Los asentamientos siguen creciendo y en ellos se construyen viviendas que ocupan altos cargos israelíes. Me pregunto si el sueño sionista coincide con ese paisaje agrietado por muros y alambradas.

Se han cruzado las líneas y ya nadie pestañea en Israel, el pueblo incomprendido: el enemigo está ahí fuera, no dudemos en aniquilarlo. Sólo cuatro valientes como Keren o Ronen –gracias otra vez por vuestra clarividencia- son capaces de nadar en contra de una corriente generalizada del «todo vale», de interrogarse, de dudar. Y se convierten automáticamente en enemigos de su propio país, un país en el que todavía creen.

Por ellos escribo esta carta de queja. Por ellos, por los palestinos que no pueden convalecer en una clínica y porque me gusta tomar el sol en agosto, sin tener que taparme heridas de guerra.

Y a mí, ¿nadie me va a pedir perdón?. Ni falta que me hace.

Barcelona, 5 de febrero de 2009