Artículo publicado en el número del mes de junio de 2007 de la revista Cuadernos para el diálogo

Que «España es diferente» nos suena, a los veteranos, a un tópico acuñado por la propaganda de Información y Turismo del tardo-franquismo que inspiraba un ministro tan singular como don Manuel Fraga Iribarne, que ha demostrado ser tan incombustible que aún figura en la nómina política tras tres lustros de democracia.

Pero era o es diferente ¿para bien o para mal? En su momento sirvió para que las coristas de El Molino cantaran aquello de «viva Fraga Iribarne, que nos deja enseñar las carnes». En el momento presente su ley renovadora pero igualmente restrictiva sobre la libertad de expresión y el derecho de información, sin ser plenamente aplicable por inconstitucional, aún no esta derogada.

Que nadie se escandalice, las leyes del franquismo solo se derogan cuando otra la substituye, o decaen genéricamente solo en aquellos artículos que directamente fueran antidemocráticos y por consiguiente entraran en colisión con la constitución democrática de 1978. La ley de prensa e imprenta conocida como la ley Fraga nadie la substituyó, bajo la presión de los popes del periodismo y sus editores, entre antifranquistas y liberales, que sentenciaron que: «la mejor ley de prensa es la que no existe». O sea que de hecho la Ley Fraga ya no actúa, aunque pudiera invocarse en aspectos no antidemocráticos, y cualquier otra tampoco, porque nadie más se preocupó del tema durante todo este tiempo.

No fue esta la reacción de los países de nuestro entorno europeo que conocieron durante el siglo XX dos ocasiones siniestras en las que se impusieron regímenes totalitarios o intentos imperiales a través de dos guerras llamadas mundiales.

Algunos ya habían legislado entre guerras y no evitaron la segunda, otros se apresuraron a legislar después de la segunda para zanjar la posibilidad de una nueva reiteración. ¡Nunca más un Goebbels manipulando las masas hacia el suicidio colectivo y las masacres mundiales! se dijeron entonces los legisladores constitucionalistas aliados y vencedores.

Otra experiencia, quizás más próxima a la nuestra, terminó su largo tránsito por una dictadura militar con una ruptura democrática, como supuso la incruenta revolución de los claveles lusa sólo cuatro años antes de la proclamación de nuestra carta magna, lo que les permitió comenzar su andadura democrática sin hipotecas ni residuos de totalitarismo.

Definitivamente, la ejemplar transición española nos ha dejado algún síntoma de que España es y sigue siendo diferente. Para algunos, hasta orgullosos de esta idiosincrasia, no se han preocupado en discernir ni comparar lo que nos hemos perdido con motivo de la diferencia. Sigue presente aquel desprecio de que «inventen ellos», sin ni siquiera el afán para copiarlos en tantas enseñanzas que por sufridas pudieran ser de buen consejo.

Aquí todo quiere seguir siendo singular. Que los medios audiovisuales no estén sometidos a las autoridades correspondientes es un signo de libertad de expresión. Que no se cumplan los compromisos de la regulación vinculante para los Estados comunitarios de Televisión sin Fronteras un signo de modernidad. Nadie podrá poner en un futuro puertas al campo, dicen los postmodernos. O sea: que todo el campo sea orégano.

Son claros los efectos perversos y los peligros yacentes en aquellas sociedades que se resisten a regular el derecho a la información. Ya forma parte de seminarios de estudio el papel de los medios de comunicación en las guerras de los Balcanes. Los odios étnicos y los agravios históricos lanzados hacia el exterminio de unos a otros, con el brutal acompañamiento de diarios, radios y televisiones.

También se ha hablado y mucho de laexcepción italiana dónde un magnate de la comunicación se instala en el poder, y por dos veces, desde el oligopolio de los medios privados propios y el uso particular de los públicos, alterando las leyes que lo podían frenar, las que pusieran obstáculos a la colisión de intereses, las que protegieran la competencia, las que frenasen su obsesión monopolística y controladora. A pesar de las voces clamando contra la limitación de la libertad de expresión en Italia, dónde autores como Antonio Tabucchi se han visto obligados a opinar en diarios franceses o españoles durante los mandatos de Berlusconi, la verdad es que gracias a una legislación rigurosa los periodistas italianos poseen suficientes instrumentos legales para resistirse y ejercer su profesión con exigencia. También en España hubo intentos berlusconianos en hombres como Mario Conde o Javier de la Rosa que terminaron sus aventuras ante los jueces, no por falta de ambición sino por llegar tarde en culminar una maquinaria indestructible y por cometer otras chapuzas colaterales por el camino.

Pero si alguna excepción existe en Europa esta es la española. El 30 de septiembre de 1980 una editorial de El País ya arremetía contra el informe que Sean MacBride había dirigido por encargo de la UNESCO bajo el título: Un solo mundo, voces múltiples. Aparte de MacBride, fundador de Amnistía Internacional y premio Nóbel y Lenin de la Paz, redactaban el informe dieciséis miembros entre los cuales personalidades como el director y fundador de Le Monde, Hubert Beuve-Mery, el también Nóbel Gabriel García Márquez o Marshall MacLuhan. Sin embargo sus propuestas de establecer derechos y deberes para los informadores y criterios para la democratización de la información ya le pareció al diario español demasiado restrictivo para la defensa de una libertad de expresión siempre confundida con la libertad de empresa, de los llamados medios independientes. Desde luego no se quedó solo en esta percepción. Estados Unidos, en plena guerra fría y con el prestigio ideológico del momento de los llamados países no alineados, retiró su apoyo económico a la UNESCO a la que no reingresó hasta la reciente conferencia del Fórum de las Culturas, en Barcelona 2004. Allí celebramos un homenaje a los supervivientes del informe MacBride y solo por eso temblaron las estructuras de la convención.

¿Qué es pues lo que pasa de verdad en España? Lo definía con claridad otro editorial de El País, de 23 de octubre de 2005, titulado Periodistas y ha llovido desde entonces a peor. Cito textualmente los males que certifica: «quiebra de la deontología profesional; manipulación de la información para someterla a intereses espurios; falta de transparencia de muchos medios sobre su estructura o su ideario y fragilidad laboral de amplios sectores profesionales. Todo ello ha cristalizado en una preocupante indefensión de los ciudadanos ante algunos abusos de los medios. Unos abusos que, en demasiadas ocasiones derivan llana y simplemente en corrupción». Por si ello fuera poco el mismo editorial compara la situación española con la regulación europea que no ha levantado «el ruido del caso español, correlato exacto de la amalgama de insultos, infamias, intromisiones en la intimidad, amarillismo o confusión entre información y opinión que diariamente trata de pasar por periodismo de calidad en los quioscos y las ondas de este país. Traspasar el amplísimo territorio de la opinión para adentrarse resueltamente en los pantanos de la desestabilización de las instituciones democráticas constituye otra peculiaridad española que no tiene parangón en el resto de Europa».

Pareciera que íbamos bien. Con tal contundente diagnóstico, que suscribiría cualquier analista responsable de la situación de la comunicación en España, la conclusión lógica sería que hacen falta algunas medidas correctoras como las implementadas en Europa que han evitado llegar a este «sin parangón». Pues no, la editorial era para rechazar el proyecto legislativo del Estatuto del Periodista Profesional (EPP), en debate parlamentario desde el noviembre de 2004 y para terminar con una sentencia estremecedora a la luz de los problemas denunciados: “El juicio de los lectores y audiencias por un lado, y el Código Penal, por otro, se bastan para delimitar el ancho terreno de juego desde el que los periodistas han de realizar su contribución al fortalecimiento de la democracia”. O sea, treinta años después, la mejor ley sigue siendo la que no existe.

Pero veamos la medicina del diario liberal-progresista de referencia. Las audiencias son las que encumbran «la amalgama de insultos, infamias, intromisiones en la intimidad, amarillismo», el mal que se pretende combatir. Los diarios más difamatorios los que alcanzan en la actualidad mayores crecimientos de lectores ¿Dónde está la corrección que impone su juicio? Y el Código Penal, en la otra contrabalanza, que sólo puede conseguir una sentencia en firme hasta doce o quince años después de los hechos denunciados, si se tiene tiempo y dinero para denunciarlos y recurrir a instancias superiores hasta llegar al Constitucional, cuando ya nadie recuerda ni siquiera lo denunciado aunque sus efectos irreversibles pueden haber hundido a personas o instituciones para siempre jamás, con calumnias o invenciones manipuladoras de toda veracidad. Vaya remedios para contribuir «al fortalecimiento de la democracia».

¿No será que no se pretende ningún fortalecimiento de la democracia sino que se persigue el poder de los medios, sin cortapisas de ninguna responsabilidad, para hacerlo más absoluto? Ahí está el parangón con las democracias consolidadas de Europa con quienes, ni los más liberal-progresistas de España, quieren semejanzas.

Mientras, en Europa se sigue otra andadura bien distinta. En 1993 la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobaba por unanimidad en Estrasburgo el Código Europeo de Deontología del Periodismo y recomendaba su aplicación a todos los Estados miembro. Este documento, al que reafirmó su adhesión el Gobierno español, recoge fórmulas que los eurodiputados han entendido necesarias para garantizar el derecho a la información de la ciudadanía en los países democráticos y, en varios de sus apartados, señala que somos los periodistas los responsables de velar por ese derecho y que la pluralidad de medios debe reflejarse en la pluralidad de ideas en el interior de las redacciones.

Algunas guindas de este sabroso documento:
«7. Los medios de comunicación efectúan una labor de «mediación» y prestación del servicio de la información y los derechos que poseen en relación con la libertad de información, están en función de los destinatarios que son los ciudadanos.
17. La información y la comunicación que se realizan por el periodismo a través de los medios de comunicación y con el soporte formidable de las nuevas tecnologías, tiene una importancia decisiva con el desarrollo individual y social. Es imprescindible para la vida democrática, ya que para desarrollarse plenamente, la democracia debe garantizar la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos. Baste señalar que esta participación será imposible si los ciudadanos no
reciben la información oportuna sobre los asuntos públicos que necesitan y que debe ser prestada por los medios de comunicación.
10.…además de garantizar la libertad de los medios de comunicación, es necesario también salvaguardar la libertad en los medios de comunicación evitando presiones internas.
14.…es necesario reforzar las garantías de libertad de expresión de los periodistas a quienes corresponde en última instancia ser los emisores finales de la información.
28.…para asegurar la calidad de trabajo del periodismo e independencia de los periodistas es necesario garantizar un salario digno y unas condiciones, medios de trabajo e instrumentos adecuados.»

No termina aquí el alcance de tal resolución. Describe cuales son los principios básicos de la información: veracidad, independencia y responsabilidad. Asegura que la información, al ser un derecho ciudadano, no puede convertirse en una «mercancía». Define las empresas de comunicación como «empresas socio-económicas», con responsabilidades ante la sociedad. Y dice lo mismo de las empresas públicas. Defiende también la implantación de Estatutos de Redacción, como organismo de interlocución entre editores, propietarios y periodistas dentro de los medios, para garantizar la independencia de los profesionales. En fin, recomienda organismos para la mejor aplicación y seguimiento de todo lo expuesto y el compromiso de los Estados miembros de la Unión para hacerlo cumplir. Igualito que en España, en dónde los medios privados siguen diciendo «no» a cualquier regulación, los públicos casi siempre convertidos en un cortijo de los gobiernos de turno y los periodistas cada vez mas condicionados por los poderes políticos y/o económicos y más precarizados en sus condiciones laborales.

Pero no todo es llorar. La Constitución Española consagró no sólo la libertad de expresión y el derecho a informar y ser informado de todo ciudadano, sino que añadió dos pilares básicos para los informadores: la cláusula de conciencia y el secreto profesional. La primera es la excepción legislativa de todo el período democrático puesto que mereció una ley orgánica propia, aprobada por unanimidad en 1993. Otra prevista para regular, el secreto profesional, fue desestimada en la misma tanda de sesiones y espera su momento. Una reciente ley de la Radio Televisión Española ha visto finalmente la luz con un modelo adecuado para que se convierta realmente en un medio al servicio de la ciudadanía y con garantía de máxima independencia y profesionalidad. Lástima que la contrapartida haya sido reducir su capital humano a la mitad con criterios de rentabilidad empresarial antes de definir el alcance del nuevo proyecto. Falta que la doctrina de esta ley inunde las que rigen en las radios y televisiones públicas dependientes de las administraciones autonómicas o locales. El Gobierno prepara la nueva ley del Audiovisual en la que deberá figurar por fin el organismo regulador del sector ya previsto en la citada ley de RTVE. En Cataluña existe una ley del Audiovisual dentro de los estándares europeos y un Consejo del Audiovisual de Cataluña (CAC) con las competencias similares a las de sus homólogos comunitarios.

La asignatura pendiente de mayor calado es la regulación del derecho a la información, también según cánones europeos, en el espíritu de los compromisos adquiridos. Existe un proyecto de ley en trámite parlamentario. El Estatuto del Periodista Profesional deambula por las Cortes Generales desde que fue admitido a trámite, por todos los grupos parlamentarios menos el Popular, en noviembre de 2004 y aún sigue sin enmiendas en comisión y sin el trámite final de debate y aprobación, si ha lugar. Hasta la fecha ha sufrido 83 ampliaciones de plazo. Desconozco si hay precedentes de tal dilación. El proceso produce un gran escepticismo y la legislatura se va acercando a su fin. La iniciativa, surgida de las propias organizaciones de periodistas, ha encontrado los rechazos seculares de editores y sus portavoces con una agresividad inusitada. La misma que reina en el debate político cotidiano. En definitiva es el mismo debate de cómo se debe administrar la democracia. Los medios ya han cruzado las líneas rojas que los mantenían en su papel de cuarto poder. Lo quieren todo y marcar la agenda de los otros tres. Esto cuando no insinúan claramente que les sobran. Porque uno ha tenido que escuchar en las ondas, sin consecuencias que se sepa, una inocente interrogación sobre si «¿no queda en España ningún militar con honor para terminar con el Estatuto de autonomía de Cataluña?» Me dirán que es una insensatez, pero de estas mueren las sociedades y los sistemas de convivencia. Algunas prácticas políticas también parecen inclinadas hacia esta deriva. Los legisladores entre el rifirrafe cotidiano y la presión de los medios, andan inseguros y desconcertados sin afrontar esta gran deuda para consolidar los valores democráticos. Existe una oportunidad, sino se aprovecha quizá abra otras, pero mejor no jugar con la suerte de los pueblos.

*Enric Bastardes es periodista y secretario general de la Federación de Sindicatos de Periodistas (FeSP)